sábado, 23 de marzo de 2013

instilando el PLAGIO

Horacio Quiroga


NUESTRO PRIMER CIGARRO


Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a
mí, nuestra tía con su muerte.

Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche,
cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:

--¡Qué extraño!... Tengo las cejas hinchadas.

Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un rato
contestó:

--Es cierto... ¿No sientes nada?

--No... sueño.

Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte
agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos
cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela,
y de cierta especie hemorrágica que vivía en Buenos Aires.

Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las
criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no
pasen en su casa. Esta vez nuestra tía--¡casualmente nuestra
tía!--¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo
la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que
saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran
acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al
primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en
mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por
primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.

Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos
hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una
hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al
lado de Inés.

Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus
hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros,
convertidos en furiosos Robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos
de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío
y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados
en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras
rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca
que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.

Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos
Robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de
familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de
comenzar nuestra exploración.

Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que las
higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo
también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un
viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce
metros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los
culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester
explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos
llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto
tras un macizo de cañas, nos fué permitida esta maniobra sin que mamá
se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primó
siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta
que una gran lluvia, llenando el pozo, nos proporcionara satisfacción
artística, a la par que científica.

Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fué el
cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido
aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales,
varas dobladas, atravesadas, rotas hacia tierra. Las hojas secas,
detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de
polvo y briznas al menor contacto.

Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la
sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la
semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.

Fué allí donde una tarde, avengonzados de nuestra poca iniciativa,
inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente
dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el
que había venido con Inés de Buenos Aires.

Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase
atribuído sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto
actual y su falta de carácter, fomentaba.

María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al
padrastrillo.

--Te aseguro--decía él a mamá, señalándonos con el mentón--que
desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar
mucho trabajo.

--¡Déjalos!--respondía mamá cansada.

Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de
sopa.

A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de
cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril
virtud, esperamos el artefacto. Este consistía en una pipa que yo
había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de
cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién
colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.

En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con
religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro;
y sentándonos entonces con las rodillas altas, encendí la pipa y
aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se
cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa, más abominable.
Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.

--¿Rico?--me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.

--Rico--le contesté pasándole la horrible máquina.

María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente,
noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios,
lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fué mayor que el mío.

--Es rico--dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se
llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.

Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a
aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que
me había hecho alabarle la nausebunda fogata.

--¡Psht!--dije bruscamente, prestando oído;--me parece el gargantilla
del otro día... debe de tener nido aquí...

María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y
los ojos escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente
de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel
honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del
tabaco, sin que nuestro orgullo sufriera.

Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy
distinto resultado.

Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos ya
levantado la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi
hermana y yo. Nos quejamos a mamá.

--¡Bah!, no hagan caso--nos respondió, sin oirnos casi;--él es así.

--¡Es que nos va a pegar un día!--gimoteó María.

--Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho?--añadió
dirigiéndose a mí.

--Nada, mamá... Pero yo no quiero que me toque!--objeté a mi vez.

En este momento entró nuestro tío.

--¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas
este hijo, ya verás!

--Se quejan de que quieres pegarles.

--¿Yo?--exclamó el padrastrillo midiéndome.--No lo he pensado aún.
Pero en cuanto me faltes al respeto...

--Y harás bien--asintió mamá.

--¡Yo no quiero que me toque!--repetí enfurruñado y rojo.--¡El no es
papá!

--Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenme
tranquila!--concluyó apartándonos.

Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los
ojos.

--¡Nadie me va a pegar a mí!--asenté.

--¡No... ni a mí tampoco!--apoyó ella, por la cuenta que le iba.

--¡Es un zonzo!

Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con
furibunda risa y marcha triunfal:

--¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!

Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su
mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del
Cigarro Pateador, epíteto éste a la mayor gloria de la mula Maud.

El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete
que rodeado de papel de fumar, fué colocado en el atado de cigarrillos
que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a
la siesta.

Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara
excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había
bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío,
adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su
cigarrillo.

Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni
aliento para contarlas. Sólo sé que una siesta el padrastrillo salió
como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.

--¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se
van a acordar de mí!

--¡Alfonso!

--¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!... ¡Si no sabes educar a tus
hijos, yo lo voy a hacer!

Al oir la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta
entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de
mamá. El padrastrillo me vió entonces y se lanzó sobre mí.

--¡Yo no hice nada!--grité.

--¡Espérate!--rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.

--¡Alfonso, déjalo!

--¡Después te lo dejaré!

--¡Yo no quiero que me toque!

--¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!

Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un
juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que
estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante salía yo como de
una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi
tío detrás.

En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fué en este momento cuando la idea del pozo,
y su piedra, surgió terriblemente nítida.

--¡No quiero que me toque!--grité aún.

--¡Espérate!

En ese instante llegamos al cañaveral.

--¡Me voy a tirar al pozo!--aullé para que mamá me oyera.

--¡Yo soy el que te voy a tirar!

Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre,
di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté
de costado, hundiéndome bajo la hojarasca.

Tío desembocó en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá
en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se
aplastaba.

El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes
sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro,
pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar,
y después de una atenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó
a buscarme.

Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío
Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo
con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias
subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer
para hallarme.

Descubrió en seguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con
admirable olfato; pero fuera de que la hojarasca diluviana me ocultaba
del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que
no buscaba bien, en consecuencia.

Fué pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando
entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso
era bien claro: ¿con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había
suicidado para evitar que él me pegara?

Pasaron diez minutos.

--¡Alfonso!--sonó de pronto la voz de mamá en el patio.

--¿Mercedes?--respondió aquél tras una brusca sacudida.

Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo,
alterada.

--¿Y Eduardo? ¿Dónde está?--agregó avanzando.

--¡Aquí, conmigo!--contestó riendo.--Ya hemos hecho las paces.

Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él
pretendía ser beatífica sonrisa, todo fué bien.

--¿No le pegaste, no?--insistió aún mamá.

--No. ¡Si fué una broma!

Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.

Celia, mi tía mayor, que había concluído de dormir la siesta, cruzó el
patio y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después
Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.

--¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!

Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme,
con vida aún?... El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal
vez, quién sabe... Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres;
y Mercedes...

--¡Pobre, pobre madre!--repetía mi tía.

Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad
corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los
entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota
probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual,
hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed
de venganza.

Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole
Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo en seguida la seguridad
de una catástrofe.

--¡Eduardo, mi hijo!--clamó arrancándose de las manos de su hermana
que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.

--¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!

--¡Mi hijo! ¡mi hijo! ¡Alfonso!

Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al
pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto
horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora
antes, y lanzó un espantoso alarido.

--¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso!
¡Me lo has muerto!

Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo
la desesperación de mamá, puesto que yo--motivo de aquella--estaba en
verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la
emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas
semi-trágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!

Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.

--¡Hum!... ¡Pegarme!--rezongaba yo, aún bajo la hojarasca.
Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y
recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquel era el
momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.

El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar
infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución
Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez.
Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el ceño contraído
y los dientes crispados sobre la boquilla.

Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el
cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de
mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a
destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca,
aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.

       *       *       *       *       *

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo
horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar
dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá
sacudiéndome.

--¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te
perdonaré el dolor que me has causado!

--¡Pero, vamos!--decíale mi tía mayor--¡no seas loca, Mercedes! ¡Ya
ves que no tiene nada!

--¡Ah!--repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso
suspiro.--¡Sí, ya pasó!... Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse
hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío!...

El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de
desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor
calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de
la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.

Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y
profundamente.

Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.

--¿Qué merecerías que te hiciera?--me dijo con sibilante rencor.--¡Lo
que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que
son gracias!

Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago
continuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:

--¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!

¿Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, expresan
acaso desesperado valor?

Es posible. De todos modos, el padrastrillo, después de mirarme
fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana
un poco caída.

--Me parece que mejor haría en ser amigo de este  microbio--murmuró.

--Creo lo mismo--le respondí.

Y me dormí.

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