jueves, 31 de enero de 2013

domingo, 27 de enero de 2013

instilando imágenes-lucaslucatero-INSTILADOR







NORA QUDUS-amigas de instilando

INSTILANDO-DIDÁCTICA-

citado por CARLOS FUENTES-INSTILANDO RETÓRICA

INSTILANDO-SEMÁNTICA


Excerptos:
    He aquí el manifiesto donde la más entusiasta representación de la juventud literaria madrileña, hace constar su fé en el nuevo arte, inciado en España por el maestro Rafael Cansinos-Assens, y que, bajo el nobre conquistador de “ultra”, viene a ser como una aurora en medio de la decadencia novecentista. 
Ni que decir tiene que, como todo lo que es rebelde y es moderno, cuenta con nuestras más sinceras simpatías.

[…]
    Respetando la obra realizada por las grandes figuras de este movimiento, se sienten con anhelos de rebasar la meta alcanzada por estos primogénitos, y proclaman la necesidad de un ultraismo, para el que invocan la colaboración de toda la juventud literaria española.
[…]
    Nuestra literatura debe renovarse, debe lograr su ultra, como hoy pretenden lograrlo neustro pensamiento científico y político.
    Nuestra lema será ultra, y en nuestro credo cabrán todas las tendencias sin distinción, con tal que expresen un anhelo nuevo.  Más tarde, estas tendencias lograrán su núcleo y se definirán.  Por el momento creemos suficiente lanzar este grito de renovación y anunciar la publicación de una revista que llevará este título de Ultra, y en la que solo lo nuevo hallará acogida.
    Jóvenes, rompamos por una vez nuestro retraimiento y afirmemos nuestra voluntad de superar a los precursores. 


ante la luz ceguedora de nuestras imágenes que alzan sus vuelos hacia las colinas azules del pensamiento moderno.
    Nosotros podremos estar equivocados, pero nunca podrá negársenos que nuestra manera de ser obedece al mandato imperativo del nuevo mundo que se está plasmando y hacia el cual creemos orientarnos con nuestro arte ultraísta.
    Triunfaremos porque somos jóvenes y fuertes, y representamos la aspiración evolutiva del más allá.
    Ante los eunucos novecentistas desnudamos la Belleza apocalíptica del Ultra, seguros de que ellos no podrán romper jamás el himen del Futuro.
 
-Isaac del Vando-Villar

CRISTY QUINN-amigas de instilando

sábado, 26 de enero de 2013

lucaslucatero, UN RENCOR VIVO

en el recurso del sueño,

INSTILANDO-semántica

¿PARA QUÉ SIRVE LA RADIO?


FUNCIONES DE LA RADIO

publicado a la‎(s)‎ 16/06/2011 21:21 por Nanci Dean   [ actualizado el 06/07/2011 19:16 ]
La radio es un medio muy económico. Y no solamente para quienes la disfrutan escuchando, sino también para aquéllos que la producen. Por está razón, hacer radio resulta una excelente estrategia a la hora de difundir información, cultura y educación.

De acuerdo con el tipo de comunidad a la que se dirige y, según las circunstancias, la radio puede cumplir diversas funciones.


Brindar Información General y Particular: las emisoras de largo alcance habitualmente transmiten noticias nacionales e internacionales; en emisoras más acotadas, la información puede centrarse en hechos que afecten directamente a los miembros de la comunidad. Por ejemplo, en casa de alertar a los vecinos de una posible inundación, y donde acudir en caso de evacuación.


Promover la participación ciudadana: si el caso es que en el  barrio hay una inundación, la radio puede pedir colaboraciones para ayudar a los afectados. También puede servir para convocar a los vecinos a participar en una murga, o para encontrar un perro que se perdió. Los mensajes de radio constituyen excelentes herramientas para que la comunidad se organice en torno a problemáticas y necesidades locales.


Difundir conocimientos útiles y cultura: A través de la radio mucha gente aprende cosas importantes, desde recetas de cocina hasta primeros auxilios, se entera cuándo y dónde pueden asistir a un espectáculo gratuito y, por supuesto, escucha poesías, canciones o cuentos. La radio ha jugado además un papel muy importante en campañas de alfabetización a través de programas educativos.


Ser un medio para ejercer la libertad de expresión: la radio permite opinar, discutir, expresar acuerdo o protestar. La libertad de expresión es un derecho humano universal y constituye una condición indispensable para el desarrollo, la democracia y la paz.


Entretener y Recrear: No menos importante que las funciones anteriores es la de entretener y acompañar a las personas en su tiempo libre: escuchar música en soledad o con amigos en una fiesta; compartir con la familia un radioteatro; seguir en partido de fútbol; o simplemente, escuchar voces amigables después de un día cansador.

martes, 22 de enero de 2013

LUCASLUCATERO-eterno plagiador



EL ALEPH 
Alianza Editorial Diseño de la colección: Neslé Soulé 
© María Kodama, 1995 
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1971, 1972, 1974, 1975, 1976, 1977, 1978, 1979, 
1980, 1981, 1982, 1983, 1985, 1987, 1988, 1989, 1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 
1996, 1997 
Calle Juan Ignacio Luca De Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88 
El Aleph fue publicado originalmente en 1949. Esta edición corresponde a la que, 
revisada por el propio autor, publicó Emecé Editores en 1974. 
Distribuye para Argentina: Vaccaro Sánchez 
Moreno, 794 - CP 1091 Capital Federal - Buenos Aires 
Interior: Distribuidora Bertrán - Av. Vélez Sarsfield, 1950 
CP 1285 Capital Federal - Buenos Aires 
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que 
establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones 
por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o 
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, 
o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de 
soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Para su mayor comodidad, pida a su proveedor habitual que le reserve las 
entregas de JORGE LUIS BORGES. Comprando siempre sus libros en el mismo 
punto de venta, se beneficiará de un servicio más rápido, ya que nos permite lograr 
una distribución de ejemplares más precisa.
ISBN: 84-487-0468-1 
Depósito Legal: B. 7.886-98 
Impreso en España - Printed in Spain - Marzo de 1998 
Impresión y encuadernación: Cayfosa 
Ctra. Caldas, km 3 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona) Índice 
• El inmortal
• El muerto
• Los teólogos
• Historia del guerrero y de la cautiva
• Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)
• Emma Zunz
• La casa de Asterión
• La otra muerte
• Deutsches Requiem
• La busca de Averroes
• El Zahir
• La escritura del dios
• Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto
• Los dos reyes y los dos laberintos
• La espera
• El hombre en el umbral
• El Aleph
• Epílogo
El inmortal 
Solomon saith: There is no new thing upon the 
earth. So that as Plato had an imagination, 
that all knowledge was but remembrance; so 
Solomon given his sentence, that all novelty is 
but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII 
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de 
Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-
1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras 
con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de 
rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; 
en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción 
enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa 
oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a 
Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló 
este manuscrito. 
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es 
literal. 
  I 
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando 
Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras 
egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar 
Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos 
el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades 
rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, 
imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el 
triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal 
vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la 
secreta Ciudad de los Inmortales. 
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, 
pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis 
esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y 
ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue 
voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la 
ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que 
persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres.
Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al 
otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el 
occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. 
Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes 
y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad 
y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la 
relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la 
vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos 
moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la 
vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro 
si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea 
de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la 
empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y 
que fueron los primeros en desertar. 
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras 
primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. 
Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio 
de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de 
leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde 
es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del 
día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas 
crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de 
hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la 
tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos 
nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta 
retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los 
ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. 
Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, 
no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban 
mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el 
desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me 
laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, 
por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, 
la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y 
nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo 
veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes 
de alcanzarlo. 
  
II 
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho 
de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio 
declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la 
industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé 
y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, 
entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último 
sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, 
frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos 
irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de 
poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel 
gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de 
los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me 
maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes. 
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la 
arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la 
cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de 
perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras 
griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo 
de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi 
aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o 
a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal 
rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio 
Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de 
carne de serpiente. 
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba 
dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al 
principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, 
como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más 
pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen 
de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para 
suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé 
el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; 
no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me 
parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. 
Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra 
sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del 
hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me 
hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara 
el día. 
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta 
comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis 
pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no 
parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una 
caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la 
tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara 
circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto 
que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) 
daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las 
cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi 
perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento 
subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua 
herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que 
pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos 
que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez 
confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre 
los racimos. 
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó 
sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de 
cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el 
muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente 
sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y 
bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de 
la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad. 
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de 
forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas 
cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me 
suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a 
la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me 
pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con 
indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del 
inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de 
los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) 
Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados 
recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y 
dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una 
incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual 
que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo 
interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto 
es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, 
está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura 
carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la 
aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con 
los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un 
muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la 
tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son 
literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal 
o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis 
noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, 
aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de 
algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser 
valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de 
tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, 
órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas. 
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. 
Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me 
rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese 
olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión 
fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas. 
  
III 
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de 
la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los 
muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba 
tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran 
como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al 
principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo 
imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, 
ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que 
fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le 
fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció 
reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y 
medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba 
desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; 
cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era 
ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de 
enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo 
(reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, 
de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería 
superior al de irracionales. 
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el 
viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de 
enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo 
procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la 
arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los 
cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se 
percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos 
deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a 
temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. 
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras 
percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía 
con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y 
continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; 
consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de 
verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los 
días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud 
poderosa. 
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un 
río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; 
sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor 
atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo 
las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros 
en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, 
puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, 
sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos. 
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace 
mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, 
también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté 
qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta. 
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años 
desde que la inventé.
  
IV 
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de 
aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se 
había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. 
Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo 
recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que 
manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. 
Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca 
una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el 
pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar 
en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico. Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su 
vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar 
a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni 
sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la 
derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que 
después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como 
un dios que creara el cosmos y luego el caos. 
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la 
muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, 
pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes 
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo 
creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a 
castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa 
rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la 
siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, 
la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi 
del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por 
sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a 
toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar 
las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se 
corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso 
exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El 
pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una 
forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el 
bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son 
justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero 
compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, 
lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo 
hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, 
soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no 
soy. 
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente 
en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He 
mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre 
se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes 
que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. 
El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas 
horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera 
rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos 
entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por 
ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran 
rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a 
quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho. 
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, 
hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del 
siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas 
aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún 
día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río. 
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por 
su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que 
no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el 
valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y 
cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio 
visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay 
cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola 
vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para 
los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos 
dijimos adiós. 
  

Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de 
Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o 
en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un 
poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con 
pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete 
viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de 
Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y 
también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, 
en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con 
deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, 
creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 
1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa 
eritrea (1). Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, 
cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los 
soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. 
Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado 
dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa 
formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me 
parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer. 
... He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, 
pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo 
falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que 
aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden 
abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto 
una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico. 
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos 
hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que 
baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de 
Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, 
sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el 
capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en 
griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de 
las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un 
remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese 
horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron 
descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el 
puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me 
suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: "En Bikanir he 
profesado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo 
significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a 
un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí 
en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón 
elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, 
dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste 
copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta 
de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En 
cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un 
hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos 
espléndidos (2). 
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No 
es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las 
que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido 
Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto. 
  
Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el 
más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours
(Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. 
Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja 
latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del 
Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot 
y, finalmente, de "la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en 
el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el 
segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de 
Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to 
Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es 
apócrifo. 
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió 
Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, 
palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron 
las horas y los siglos. 
A Cecilia Ingenieros
  (1) Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado. 
(2) Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada 
con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es 
un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles. 

lucaslucatero-UN RENCOR VIVO



QUE OS PARECE
ESTO DE PREPARAR TESIS
ME PONE LOS PELOS DE PUNTA
(PUNTA)

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INSTILANDO-SEMIÓTICA »
instilando-violencia

instilando-semiótica-lucaslucatero-UN RENCOR VIVO

quién es JORGE VOLPI
durante mucho tiempo., 
lo propuse como el mejor escritor de México,
hoy,
no sé qué pensar

algo le falta,
no lo que yo diga que le falta, no lo que yo piense que le falta, pero, indiscutiblemente, le falta algo, 
yo diría que un poco más de ensayo, sobre algunos temas específicos...
no sé, 
estoy seguro que puede ser el mejor (debate)...

Cuenta Ovidio en las Metamorfosis que cierto día Acteón trepa por un cerro y, al internarse entre unos matorrales, atisba la repentina desnudez de varias jóvenes, una de las cuales resulta ser Diana, la veleidosa Artemisa de los griegos. Al verse descubierta, la púdica e iracunda hija de Júpiter transforma al intruso en ciervo y deja que los sabuesos de éste -Melampo, Icnóbates, Pánfago, Dorceo, Oríbaso, Lélape, Nebrófono, Terón, Ptérelas, Agre, Hileo, Nape, Pémenis, Harpía, Ladón, Dromas, Cánaque, Esticte, Tigre, Alce, Leucón, Ásbolo, Lacón, Aelo, Too, Licisca, Hárpalo, Melaneo, Lacne, Labro, Agriodunte, Hiláctor, Melanquetes, Teródamas y Oresítropo- le den caza al impertinente cazador. Los canes no tienen clemencia: según el poeta, muy pronto la jauría "hiende en su cuerpo los dientes, y faltan lugares para las heridas." Y añade: "Por todos lados lo rodean y, hundiendo los hocicos en su cuerpo,despedazan a su dueño".

            Desde la Antigüedad abundan las historias de perros salvajes que, desconociendo su naturaleza doméstica, se lanzan en contra de sus propietarios. Más cerca de nosotros, en Un grito en la oscuridad (1988), basada en el caso de la australiana Linda Chamberlain, Maryl Streep es acusada de asesinar a su pequeña hija Azaria cuando en realidad ésta ha sido devorada por un dingo. Todos estos relatos encierran el miedo ancestral a que el "mejor amigo del hombre" regrese a su estado primigenio y se convierta en una fiera como tantas. Por ello, los perros que atacan a los humanos pertenecen a la peor categoría de criminales: los traidores.
            La enloquecida trama de la "jauría de Iztapalapa" no escapa a estas referencias míticas: como en el relato de Acteón -recreado en la luminosa pintura de Tiziano o en la delicada ópera de Charpentier-, la acción ocurre en el Cerro de la Estrella, una zona mal urbanizada que, debido a la criminalidad y el abandono, parece haberse revertido a su estado natural. Tampoco suena a coincidencia que ésta sea la delegación más brava de la ciudad ni que desde tiempos prehispánicos esté asociada con diversos cultos femeninos -o con los rituales satánicos y la brujería denunciados en estas estrambóticas semanas.
            Lejos de estas resonancias, el asunto se muestra como una fábula, más a la manera de La Fontaine que de Esopo, en la que se concentran todos los problemas de la justicia en México. Primero, un crimen: cuatro cadáveres -uno de ellos de un niño de brazos, como la australiana- con la carne destrozada. Pese a que los vecinos alegan no haber escuchado ladridos, las autoridades señalan como culpable a una banda (una manada) de perros salvajes. Con la eficacia que la caracteriza, la policía se apresura a realizar una desmadrada serie de arrestos (de redadas) sin esperar los resultados forenses ni recabar el perfil de los acusados. La tragedia se decanta en farsa cuando las redes sociales exhiben que los mordelones sean responsables de atrapar a otros mordelones: una vez más, criminales y policías no se diferencian.
            Sin limitarse a los confines de Iztapalapa, las autoridades detienen a medio centenar de cánidos sin preocuparse por establecer si tienen dueño. Incluso el flamante jefe de Gobierno presume la captura, como si se tratara de un grupo de narcotraficantes, aunque apresurándose a aclarar que el capo (el macho alfa) permanece prófugo. Desoyendo sus derechos -si no respetan los humanos, ¿cómo iban a preocuparse por los animales?-, la policía encierra a los detenidos para realizarles las pruebas periciales que comprueben sus delitos. De inmediato, las asociaciones protectoras de animales denuncian los abusos policiales y el trato inhumano recibido por los detenidos.
            Por último, en un giro que, de no ser por la gravedad de los casos previos, movería más a la indignación que a la solidaridad, no tarda en aparecer un movimiento cívico, jalonado por las redes sociales, llamado #YoSoyCan26, que exige la inmediata liberación de los presos. Como ocurre una y otra vez, las autoridades reconocen que han capturado a inocentes -en otro chiste fácil, se alega que los culpables quedan libres al pagar una mordida- e invitan a la sociedad a adoptarlos. (En una nueva pifia, los trámites para hacerlo resultan indescifrables). A estas alturas, la confusión replica la de todos los casos policíacos humanos presentados en los últimos años ante la opinión pública, y a la postre nadie sabe lo que en verdad ocurrió en Iztapalapa. 
            Frente a esta exhibición de los vicios de nuestro sistema judicial, quizás resultaría mejor imitar a Diógenes, uno de los grandes filósofos cínicos -cinis significa "perro" en griego"-, y entregarles linternas a nuestros policías para ver si con ellas pueden distinguir a los culpables a plena luz del día. Y, si ni siquiera así los capturan, habría que recomendarles que, en una mínimo acto de justicia poética, al menos se decidan a bautizarlos con los nombres que Ovidio adjudicó a los sabuesos de Acteón.



lunes, 21 de enero de 2013

INSTILANDO-lucaslucatero-UN RENCOR VIVO


adoro la sorpresa el embeleso, la duda
me crece el insomnio de la desesperación y me aterra atravesar solo, descalzo, el pequeño jardín de la casa que habitaba la abuela, allá, en Medellín...
Responder

SEMÁNTICA-de-lucaslucatero-UN RENCOR VIVO


instilando estulticia-de lucaslucatero- UN RENCOR VIVO

hay visitas que dejan
envenenados los ceniceros...

y
mientras nosotros divagamos
hay otros, que,
se resisten
a mirar...