lunes, 31 de diciembre de 2012
viernes, 28 de diciembre de 2012
PERVERTIDA-AGUSTÍN LARA-instilando la palabra-
He sentido la espina, de tus
rencores
Pagando así la deuda, de mis amores
He sentido la espina, de verte ajena
A ti, que me juraste, ser siempre buena
A ti, mujer ingrata,
Pervertida mujer, a quien adoro
A ti, prenda del alma,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro
A ti, consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia
Es para ti mujer, toda mi vida
Te quiero, aunque te llamen, pervertida
Pagando así la deuda, de mis amores
He sentido la espina, de verte ajena
A ti, que me juraste, ser siempre buena
A ti, mujer ingrata,
Pervertida mujer, a quien adoro
A ti, prenda del alma,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro
A ti, consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia
Es para ti mujer, toda mi vida
Te quiero, aunque te llamen, pervertida
He sentido la espina, de tus
rencores
Pagando así la deuda, de mis amores
He sentido la espina, de verte ajena
A ti, que me juraste, ser siempre buena
A ti, mujer ingrata,
Pervertida mujer, a quien adoro
A ti, prenda del alma,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro
A ti, consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia
Es para ti mujer, toda mi vida
Te quiero, aunque te llamen, pervertida
Pagando así la deuda, de mis amores
He sentido la espina, de verte ajena
A ti, que me juraste, ser siempre buena
A ti, mujer ingrata,
Pervertida mujer, a quien adoro
A ti, prenda del alma,
Por quien tanto he sufrido y tanto lloro
A ti, consagro toda mi existencia,
La flor de la maldad y la inocencia
Es para ti mujer, toda mi vida
Te quiero, aunque te llamen, pervertida
jueves, 27 de diciembre de 2012
instilando la palabra
paranoia virtual
paranoia virtual
hoy amanecí...
abundar en el proceso descriptivo me conduce a la nada, ver una obra que no entiendo, apenas me tranquiliza, estoy de pie, erguido, parado,anónimo...
la reconstrucción de un texto...
esto no da para más...
superar, si, pero qué...
martes, 25 de diciembre de 2012
instilando la palabra
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un
hombre en la tierra tuvo derecho y
ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria
en la mano, viéndola como nadie la ha
visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del
día hasta el de la noche, toda una
vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y
aindiada y singularmente remota,
detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos
afiladas de trenzado. Recuerdo cerca
de esas manos un mate, con las armas de la
Banda Oriental; recuerdo en la
ventana de la casa una estera amarilla, con un vago
paisaje lacustre. Recuerdo claramente
su voz; la voz pausada, resentida y nasal del
orillero antiguo, sin los silbidos
italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última,
en 1887... Me parece muy feliz el
proyecto de que todos aquellos que lo trataron
escriban sobre él; mi testimonio será
acaso el más breve y sin duda el más pobre,
pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición
de argentino me impedirá incurrir en
el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay,
cuando el tema es un uruguayo.
Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas
injuriosas palabras, pero de un modo
suficiente me consta que yo representaba para él
esas desventuras. Pedro Leandro
Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los
superhombres, "un Zarathustra
cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que
olvidar que era también un compadrito
de Fray Bentos, con ciertas incurables
limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy
perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año 84. Mi padre, ese
año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo
volvía con mi primo Bernardo Haedo de
la estancia de San Francisco. Volvíamos
cantando, a caballo, y ésa no era la
única circunstancia de mi felicidad. Después de un
día bochornoso, una enorme tormenta
color pizarra había escondido el cielo. La
alentaba el viento del Sur, ya se
enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la
esperanza) de que nos sorprendiera en
un descampado el agua elemental. Corrimos
una especie de carrera con la
tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba
entre dos veredas altísimas de
ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi
secretos pasos en lo alto; alcé los
ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y
rota vereda como por una estrecha y
rota pared. Recuerdo la bombacha, las
alpargatas, recuerdo el cigarrillo en
el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites.
Bernardo le gritó imprevisiblemente:
"¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo,
sin detenerse, el otro respondió:
'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo
Juan Francisco". La voz era
aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que
acabo de referir no me hubiera
llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo,
a quien estimulaban (creo) cierto
orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la
réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón
era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas
rarezas como la de no darse con nadie
y la de saber siempre la hora, como un reloj.
Agregó que era hijo de una
planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que
algunos decían que su padre era un
médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros
un domador o rastreador del
departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la
quinta de los Laureles. Los años 85 y 86
veraneamos en la ciudad de
Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es
natural, por todos los conocidos y,
finalmente, por el "cronométrico Funes". Me
contestaron que lo había volteado un
redomón en la estancia de San Francisco, y que
había quedado tullido, sin esperanza.
Recuerdo la impresión de incómoda magia que
la noticia me produjo: la única vez
que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y
él andaba en un lugar alto; el hecho,
en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de
sueño elaborado con elementos
anteriores. Me dijeron que no se movía del catre,
puestos los ojos en la higuera del
fondo o en una telaraña. En los atardeceres,
permitía que lo sacaran a la ventana.
Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo
había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que
burdamente recalcaba su condición de
eterno prisionero: una, inmóvil, con los
ojos
cerrados; otra, inmóvil también,
absorto en la contemplación de un oloroso gajo de
santonina. No sin alguna vanagloria
yo había iniciado en aquel tiempo el estudio
metódico del latín. Mi valija incluía
el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de
Quicherat, los Comentarios de Julio
César y un volumen impar de la Naturalis historia
de Plinio, que excedía (y sigue
excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se
propala en un pueblo chico; Ireneo,
en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse
del arribo de esos libros anómalos.
Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la
que recordaba nuestro encuentro,
desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del
año 84", ponderaba los gloriosos
servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese
mismo año, "había prestado a las
dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y
me solicitaba el préstamo de
cualquiera de los volúmenes, acompañado de un
diccionario "para la buena
inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín".
Prometía devolverlos en buen estado,
casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy
perfilada; la ortografía, del tipo
que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio,
temí naturalmente una broma. Mis
primos me aseguraron que no, que eran cosas de
Ireneo. No supe si atribuir a
descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el
arduo latín no requería más
instrumento que un diccionario; para desengañarlo con
plenitud le mandé el Gradus ad
Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de
Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba "nada
bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el
destinatario de un telegrama urgente,
el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la
contradicción entre la forma negativa
de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación
de dramatizar mi dolor, fingiendo un
viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda
posibilidad de dolor. Al hacer la
valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo
de la Naturalis historia. El
"Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa
noche, después de cenar, me encaminé
a casa de Funes. Me asombró que la noche
fuera no menos pesada que el día. En
el decente rancho, la madre de Funes me
recibió. Me dijo que Ireneo estaba en
la pieza del fondo y que no me extrañara
encontrarla a oscuras, porque ireneo
sabía pasarse las horas muertas sin encender la
vela. Atravesé el patio de baldosa,
el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una
parra; la oscuridad pudo parecerme
total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo.
Esa voz hablaba en latín; esa voz
(que venía de la tiniebla) articulaba con moroso
deleite un discurso o plegaria o
incantación. Resonaron las sílabas romanas en el
patio de tierra; mi temor las creía
indescifrables, interminables; después, en el enorme
diálogo de esa noche, supe que
formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro
vii de la Naturalis historia. La
materia de ese capítulo es la memoria; las palabras
últimas fueron ut nihil non iisdern
verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me
dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando.
Me parece que no le vi la cara hasta
el alba; creo rememorar el ascua momentánea
del cigarrillo. La pieza olía
vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del
telegrama y de la enfermedad de mi
padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi
relato. Éste (bueno es que ya lo sepa
el lector) no tiene otro argumento que ese
diálogo de hace ya medio siglo. No
trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables
ahora. Prefiero resumir con veracidad
las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo
indirecto es remoto y débil; yo sé
que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores
se imaginen los entrecortados
períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín
y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis
historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su
nombre a todos los soldados de sus
ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la
justicia en los veintidós idiomas de
su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia;
Metrodoro, que profesaba el arte de
repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez.
Con evidente buena fe se maravilló de
que tales casos maravillaran. Me dijo que antes
de esa tarde lluviosa en que lo
volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un
sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle
su percepción exacta del tiempo, su
memoria de nombres propios; no me hizo caso.)
Diecinueve años había vivido como
quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se
olvidaba de todo, de casi todo. Al
caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el
presente era casi intolerable de tan
rico y tan nítido, y también las memorias más
antiguas y más triviales. Poco
después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le
interesó. Razonó (sintió) que la
inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción
y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos
tres copas en una mesa; Funes, todos los
vástagos y racimos y frutos que
comprende una parra. Sabía las formas de las nubes
australes del amanecer del 30 de
abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo
con las vetas de un libro en pasta
española que sólo había mirado una vez y con las
líneas de la espuma que un remo
levantó en el Río Negro la víspera de la acción del
Quebracho. Esos recuerdos no eran
simples; cada imagen visual estaba ligada a
sensaciones musculares, térmicas,
etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos
los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido
un día entero; no había dudado nunca, pero cada
reconstrucción había requerido un día
entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo
que los que habrán tenido todos los
hombres desde que el mundo es mundo". Y
también: "Mis sueños son como la
vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi
memoria, señor, es como vaciadero de
basuras". Una circunferencia en un pizarrón,
un triángulo rectángulo, un rombo,
son formas que podemos intuir plenamente; lo
mismo le pasaba a Ireneo con las
aborrascadas crines de un potro, con una punta de
ganado en una cuchilla, con el fuego
cambiante y con la innumerable ceniza, con las
muchas caras de un muerto en un largo
velorio. No sé cuántas estrellas veía en el
cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni
después las he puesto en duda. En aquel tiempo
no había cinematógrafos ni
fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble
que nadie hiciera un experimento con
Funes. Lo cierto es que vivimos postergando
todo lo postergable; tal vez todos
sabemos profundamente que somos inmortales y
que tarde o temprano, todo hombre
hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de
Funes, desde la oscuridad, seguía
hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido
un sistema original de numeración y
que en muy pocos días había rebasado el
veinticuatro mil. No lo había
escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía
borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el
desagrado de que los treinta y tres orientales
requirieran dos signos y tres
palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo.
Aplicó luego ese disparatado
principio a los otros números. En lugar de siete mil trece,
decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en
lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros
números eran Luis Melián Lafinur,
Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la
caldera, Napoléon, Agustín de Vedía.
En lugar de quinientos, decía nueve. Cada
palabra tenía un signo particular,
una especie de marca; las últimas eran muy
complicadas... Yo traté de explicarle
que esa rapsodia de voces inconexas era
precisamente lo contrario de un
sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir
tres centenas, seis decenas, cinco
unidades: análisis que no existe en los "números"
El Negro Timoteo o manta de carne.
Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo xvii, postuló (y
reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pájaro
y cada rama tuviera un nombre propio; Funes
proyectó alguna vez un idioma
análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado
general, demasiado ambiguo. En
efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada
árbol de cada monte, sino cada una de
las veces que la había percibido o imaginado.
Resolvió reducir cada una de sus
jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos,
que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de
que la tarea era interminable, la
conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de
la muerte no habría acabado aún de
clasificar todos los recuerdos de la niñez. Los dos proyectos que he indicado
(un vocabulario infinito para la serie natural de los
números, un inútil catálogo mental de
todas las imágenes del recuerdo) son
insensatos, pero revelan cierta balbuciente
grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el
vertiginoso mundo de Funes. Éste, no
lo olvidemos, era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No sólo le
costaba comprender que el símbolo genérico perro
abarcara tantos individuos dispares
de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba
que el perro de las tres y catorce
(visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro
de las tres y cuarto (visto de
frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos,
lo sorprendían cada vez. Refiere
Swift que el emperador de Lilliput discernía el
movimiento del minutero; Funes
discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la
fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la
humedad. Era el solitario y lúcido
espectador de un mundo multiforme, instantáneo y
casi intolerablemente preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con
feroz esplendor la imaginación de los
hombres; nadie, en sus torres populosas o en
sus avenidas urgentes, ha sentido el
calor y la presión de una realidad tan infatigable
como la que día y noche convergía
sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal
sudamericano. Le era muy difícil
dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de
espaldas en el catre, en la sombra,
se figuraba cada grieta y cada moldura de las
casas precisas que lo rodeaban.
(Repito que el menos importante de sus recuerdos
era más minucioso y más vivo que
nuestra percepción de un goce físico o de un
tormento físico.) Hacia el Este, en
un trecho no amanzanado, había casas nuevas,
desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla
homogénea; en esa dirección volvía la
cara para dormir. También solía imaginarse en
el fondo del río, mecido y anulado
por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el
inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin
embargo, que no era muy capaz de
pensar. Pensar es olvidar diferencias, es
generalizar, abstraer. En el
abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi
inmediatos. La recelosa claridad de
la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que
toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve
años; había nacido en 1868; me
pareció monumental como el bronce,
más antiguo que Egipto, anterior a
las profecías y a las pirámides. Pensé que cada
una de mis palabras (que cada uno de
mis gestos) perduraría en su implacable
memoria; me entorpeció el temor de
multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una
congestión pulmonar.
Publicado 9th September por
lucaslucatero
entrega-instilando la palabra
ya se ha escrito bastante sobre la depresión que provocan eventos como la navidad, no es necesario insistir demasiado, se sabe que, es cada vez más común, encontrar a personas deprimidas por estas fechas, seres, mientras todos disfrutan y están alegres, ellos sufren, sería bueno poder otorgarles un método sencillo para acabar, de una vez, y de manera efectiva, con esa carga de, vivir.
debemos, pues, comenzar proporcionando herramientas, que se puedan significar por su eficacia, como verdaderamente infalibles...
CUANDO EL OBJETIVO ES MORIR...
debemos, pues, comenzar proporcionando herramientas, que se puedan significar por su eficacia, como verdaderamente infalibles...
CUANDO EL OBJETIVO ES MORIR...
domingo, 23 de diciembre de 2012
lucaslucatero-UN RENCOR VIVO
hoy amanecí
epítome
brújula ciega
clamor desnudo
matrícula
insuficiencia renal
hecho histórico
reuma
demencia-hipoglucémica
crisis existencial
y dogma...
epítome
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hecho histórico
reuma
demencia-hipoglucémica
crisis existencial
y dogma...
jueves, 20 de diciembre de 2012
martes, 18 de diciembre de 2012
lunes, 17 de diciembre de 2012
instilando-semiótica
Ciao lucaslucatero,
ruthexxp11 ti ha aggiunto nel suo Spazio Amici su Libero.it e ti scrive:
I miei saluti, Che lingua parli più? Ti darò il mio indirizzo privato per contatto,
vi prego di contattarmi direttamente al mio indirizzo qui sotto,
you've just done something that interested me in your profile, would you like to know my interest? please contact me here!
ruthexjhonson@yahoo.com
ruthexxp11 ti ha aggiunto nel suo Spazio Amici su Libero.it e ti scrive:
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Leviatán-instilando-filosofía
Filósofo y pensador político inglés, cuyas teorías mecanicistas y naturalistas provocaron desconfianza y polémica en círculos políticos y eclesiásticos. Nacido en Westport (ahora parte de Malmesbury), Wiltshire, el 5 de abril de 1588, Hobbes estudió en el Magdalen Hall de la Universidad de Oxford. En 1608 se convirtió en tutor de William Cavendish, más tarde conde de Devonshire; en los años siguientes realizó varios viajes a Francia e Italia acompañado por su alumno y, después, por el hijo de éste. En sus viajes, Hobbes se relacionó con diversos pensadores avanzados de su época, entre ellos Galileo, René Descartes y Pierre Gassendi. En 1637, estando en Inglaterra, Hobbes se interesó por la disputa constitucional entre el rey Carlos I y el Parlamento. Redactó entonces un pequeño tratado en defensa de las prerrogativas reales. Esta obra circuló en secreto en 1640 bajo el título Elementos del derecho natural y político (1650). Hobbes temía que el Parlamento decretara su arresto a causa de haber escrito el libro, y marchó a París, donde permaneció en el exilio voluntario durante 11 años. En 1642 terminó De Cive (Tratado del ciudadano), una exposición de su teoría sobre el gobierno. Desde 1646 hasta 1648 ejerció como profesor de matemáticas del príncipe de Gales, más tarde rey Carlos II, que también vivía exiliado en París. La obra más conocida de Hobbes, Leviatán (1651), constituye una exposición vigorosa de su doctrina de la soberanía. El trabajo fue interpretado por los seguidores del príncipe exiliado como una justificación del régimen de la Commonwealth instaurado en Inglaterra y despertó las sospechas de las autoridades francesas por su ataque implícito al Papado. Por temor a ser detenido, Hobbes regresó a Inglaterra. En 1660, cuando en Inglaterra se produjo la restauración monárquica y su antiguo alumno accedió al trono, Hobbes contó de nuevo con su favor. En 1666, sin embargo, la Cámara de los Comunes aprobó una relación que incluía el Leviatán entre los libros investigados a causa de sus supuestas tendencias ateas. La medida provocó que Hobbes quemara muchos de sus papeles y demorase la publicación de tres de sus obras:Behemoth: Historia de las causas de la guerra civil en Inglaterra; Diálogos entre un filósofo y un estudiante de Derecho consuetudinario inglés; y una extensa Historia eclesiástica. A los 84 años de edad, Hobbes escribió una autobiografía en verso latino; durante los tres años siguientes tradujo al inglés los versos de la Iliada y la Odisea de Homero. Murió el 4 de diciembre de 1679 en Hardwick Hall. La filosofía de Hobbes representa una reacción contra la libertad de conciencia de la Reforma que, según afirmaba, conducía a la anarquía. Supuestamente supuso la ruptura de la filosofía inglesa con el escolasticismo, y estableció las bases de la sociología científica moderna al tratar de aplicar a los seres humanos, como autores y materia de la sociedad, los principios de la ciencia física que gobiernan el mundo material. Hobbes elaboró su política y su ética desde una base naturalista: mantenía que las personas se temen unas a otras y por esta razón deben someterse a la supremacía absoluta del Estado tanto en cuestiones seculares como religiosas.
INSTILANDO-SEMÁNTICA
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domingo, 16 de diciembre de 2012
instilando-mayéutica
Siempre
que trato de tocar el tema de la obesidad,
Percibo
cierta hostilidad…
Siempre
que trato de tocar el tema de la obesidad,
Percibo
cierta hostilidad…
Siempre
que trato de tocar el tema de la obesidad,
Percibo
cierta hostilidad…
Siempre
que trato de tocar el tema de la obesidad,
Percibo
cierta hostilidad…
jueves, 13 de diciembre de 2012
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