viernes, 9 de noviembre de 2012

instilando la palabra


   »Finalmente, vine a entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien llamaban Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes, y que la gran pendencia de mi amo había sido primero concertada con ellos, con las circunstancias del retirarse y de dejar las vainas, las cuales pagó mi amo allí, luego, de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que había costado la cena, que se concluyó casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y fue su postre dar soplo a mi amo de un rufián forastero que, nuevo y flamante, había llegado a la ciudad; debía de ser más valiente que ellos, y de envidia le soplaron. Prendióle mi amo la siguiente noche, desnudo en la cama: que si vestido estuviera, yo vi en su talle que no se dejara prender tan a mansalva. Con esta prisión que sobrevino sobre la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi amo más que una liebre, y a fuerza de meriendas y tragos sustentaba la fama de ser valiente, y todo cuanto con su oficio y con sus inteligencias granjeaba se le iba y desaguaba por la canal de la valentía.
     »Pero ten paciencia, y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir ni quitar de la verdad una tilde. Dos ladrones hurtaron en Antequera un caballo muy bueno; trujéronle a Sevilla, y para venderle sin peligro usaron de un ardid que, a mi parecer, tiene del agudo y del discreto. Fuéronse a posar a posadas diferentes, y el uno se fue a la justicia y pidió por una petición que Pedro de Losada le debía cuatrocientos reales prestados, como parecía por una cédula firmada de su nombre, de la cual hacía presentación. Mandó el tiniente que el tal Losada reconociese la cédula, y que si la reconociese, le sacasen prendas de la cantidad o le pusiesen en la cárcel; tocó hacer esta diligencia a mi amo y al escribano su amigo; 

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