Marte era una costa distante y los hombres cayeron en olas sobre ella.
Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola trajo consigo a
hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad; cazadores de
lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por los años,
ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes
viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan
inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron
a los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las
ventanas, y luces detrás de los cristales.
Nadie ignoraba quiénes serían las primeras mujeres.
Los segundos hombres debieran de haber salido de otros países, con
otros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y los
hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia,
Sudamérica y Australia contemplaban aquellos fuegos de artificio que los
dejaban atrás. Casi todos los países estaban hundidos en la guerra o en la
idea de la guerra.
Los segundos hombres fueron, pues, también estadounidenses. Salieron de
las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda
una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York,
hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas,
acostumbrados al silencio.
Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían un brillo raro
en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios...
FIN
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