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"El país en que la
lluvia era luminosa" Amado Nervo, "Hacia la
luz" R. López Velarde, "Cuento de
Navidad" Ray Bradbury, "La ola de perfume
verde" Roberto Arlt, "No oyes ladrar a
los perros" Juan Rulfo, "La pagoda de
Babel" G.K. Chesterton, "El que inventó la
pólvora" Carlos Fuentes, "El amor que
asalta" Unamuno, "En
soledad" López Velarde, "El hombre
muerto" Leopoldo Lugones, "Los que ignoran que
están muertos" Nervo, "La
emparedada" Pardo Bazán, "Selección de Poemas" Amado
Nervo. "Le Spleen de
Paris" Baudelaire, "En este
país" Larra, "Fábulas
de Esopo", "Fábulas de
Samaniego"
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"Delirios I: La virgen loca"
El esposo infernal | ||||
Biografía de Arthur Rimbaud en Wikipedia
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[ Descargar
archivo mp3 ] 21:50
Música: Rachmaninov - Op.19 no.3, Sonata in G minor for Cello
and Piano, III. Andante
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Delirios I: La virgen loca
El esposo infernal
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Escuchemos la confesión de un compañero del infierno:
«Oh divino Esposo, mi Señor, no rechacéis la confesión de la
más triste de vuestras sirvientas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura.
¡Qué vida!
»¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah, perdón! ¡Qué de lágrimas!
¡Y qué de lágrimas espero más tarde, todavía!
»¡Más tarde, conoceré al divino Esposo! Yo nací sometida a
Él.
-¡El otro puede golpearme ahora!
»¡Ahora, estoy en el fondo del mundo! ¡Oh amigas mías!... no,
no sois mis amigas... Jamás delirios ni torturas semejantes ... ¡Es idiota!
»¡Ah! yo sufro, grito. Sufro en verdad. Sin embargo, todo me
está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.
»En fin, hagamos esta confidencia, aunque haya de repetírsela
veinte veces más, ¡igualmente sombría, igualmente insignificante!
»Yo soy esclava del Esposo infernal, aquel que perdió a las
vírgenes locas. Es precisamente ese demonio. No es un espectro, no es un
fantasma. Pero a mí, que he perdido la prudencia, que estoy condenada y muerta
para el mundo, ¡no me han de matar! ¡Cómo describíroslo! Ya ni siquiera sé
hablar. Estoy de duelo, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de frescura, Señor, si lo
consentís, si así lo consentís!
»Yo soy viuda ... Era viuda ... por cierto que sí, yo era muy
seria antaño, ¡y no nací para convertirme en esqueleto!...
Él era casi un niño... Sus delicadezas misteriosas me
sedujeron. Olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera
vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Yo voy adonde él va, no hay qué
hacerle. Y a menudo él se encoleriza contra mí, contra mí, una pobre alma. ¡El
Demonio! Porque es un Demonio, sabéis, no es un hombre.
»El dice: "Yo no amo a las mujeres. Hay que reinventar el
amor, es cosa sabida. Ellas no pueden desear más que una posición segura.
Conquistada la posición, corazón y belleza se dejan de lado: sólo queda un frío
desdén, alimento del matrimonio hoy por hoy. O bien veo mujeres, con los signos
de la felicidad, de las que yo hubiera podido hacer buenas camaradas, devoradas
desde el principio por brutos sensibles como fogatas ..."
»Yo lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad
un hechizo. "Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos; se perforaban las
costillas, se bebían la sangre. Yo me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo,
me voy a tatuar, quiero volverme horrible como un mongol: ya verás, aullaré por
las calles. Quiero volverme loca de rabia. Jamás me muestres joyas, me
arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza, yo la querría toda
manchada de sangre. Jamás trabajaré ..."
»Muchas noches, como su demonio se apoderara de mí, nos
molíamos a golpes, ¡yo luchaba con él! Por las noches, ebrio a menudo, se
embosca en las calles o en las casas, para espantarme mortalmente. "De veras, me
van a cortar el pescuezo; va a ser asqueroso" ¡Oh! esos días en que quiere
aparecer con aires de crimen.
»A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la
muerte que trae el arrepentimiento, de los desdichados que indudablemente
existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En
los tugurios donde nos emborrachábamos, él lloraba al considerar a los que nos
rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los beodos en las calles
oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. Ostentaba
gentilezas de niñita de catecismo. Fingía estar enterado de todo, comercio,
arte, medicina. ¡Yo lo seguía, no había nada que hacer!
»Veía todo el decorado de que se rodeaba en su imaginación;
vestimentas, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Yo veía todo lo
que lo emocionaba, como él hubiera querido crearlo para sí. Cuando me parecía
tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en acciones extrañas y complicadas,
lejos, buenas o malas: estaba segura de no entrar nunca en su mundo. Junto a su
querido cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué
deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo ansia semejante.
Yo me daba cuenta -sin temer por él- que podía ser un serio peligro para la
sociedad. ¿Quizá tiene secretos para transformar la vida? No, no hace más que
buscarlos, me replicaba yo. En fin, su caridad está embrujada y soy su
prisionera. Ninguna otra alma tendría suficiente fuerza -¡fuerza de
desesperación!- para soportarla, para ser protegida y amada por él. Por lo
demás, yo no me lo figuraba con otra alma: uno ve su Ángel, jamás el Ángel
ajeno-según creo-. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado
para no ver una persona tan poco noble como nosotros: eso era todo. ¡Ay!
dependía de él por completo. ¿Pero qué pretendía él de mi existencia cobarde y
opaca? ¡Si bien no me mataba, tampoco me volvía mejor! Tristemente despechada,
le dije algunas veces: "Te comprendo". Él se encogía de hombros.
»Así, como mi pena se renovara sin cesar, y como me sintiera
más extraviada ante mis propios ojos -¡como ante todos los ojos que hubieran
querido mirarme, de no haber estado condenada para siempre al olvido de todos!-
tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos
amistosos, yo entraba realmente en un cielo, un sombrío cielo, en el que hubiera
querido que me dejaran pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y
nos veía a ambos, como a dos niños buenos, libres de pasearse por el Paraíso de
la Tristeza. Nos poníamos de acuerdo. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero
después de una penetrante caricia, me decía: "Cuando yo ya no esté, qué extraño
te parecerá esto por que has pasado. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu
cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque
algún día, tendré que irme, muy lejos. Pues es menester que ayude a otros: tal
es mi deber. Aunque eso no sea nada apetitoso... alma querida..." De inmediato
yo me presentía, sin él, presa del vértigo, precipitada en la sombra más
tremenda: la muerte. Y le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces me
hizo esa promesa de amante. Era tan frívolo como yo cuando le decía: "Te
comprendo".
»Ah, jamás he tenido celos de él. Creo que no ha de
abandonarme. ¿Qué haría? No conoce a nadie, jamás trabajará. Quiere vivir
sonámbulo. ¿Bastarían su bondad y su caridad para otorgarle derechos en el mundo
real? Por momentos, olvido la miseria en que he caído: él me tornará fuerte,
viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre el empedrado de
ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas. O yo me despertaré, y las leyes
y, las costumbres habrán cambiado -gracias a su poder mágico-; el mundo, aunque
continúe siendo el mismo, me dejará con mis deseos, con mis dichas, con mis
indolencias. ¡Oh! me darás la vida de aventuras que existe en los libros para
niños, como recompensa, por tanto como he sufrido? Pero él no puede. Yo ignoro
su ideal. Me ha dicho que siente nostalgias, esperanzas: eso no debe
concernirme. ¿Le habla a Dios?
»Quizá debiera yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo
del abismo, y ya no sé orar.
»Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería yo mejor
que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome con todo lo que ha podido
conmoverme en el mundo; y se indigna si lloro.
»"¿Ves a ese joven elegante que entra en una hermosa y
tranquila residencia? Se llama Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué sé yo? Una
mujer se ha consagrado a amar a ese malvado idiota: ella ha muerto, y es seguro
que ahora es una santa en el cielo. Tú causarás mi muerte, como él causó la
muerte de esa mujer. Esa es la suerte que nos toca a nosotros, corazones
caritativos..." ¡Ay! había días en que todos los hombres con sus actos
parecíanle juguetes de grotescos delirios: y, se reía espantosamente, durante
largo rato. Luego, recuperaba sus maneras de joven madre, de hermana querida.
¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero también su dulzura es mortal.
Yo me le someto. ¡Ah, estoy loca!
»Acaso un día desaparezca maravillosamente; pero es menester
que yo sepa si ha de subir a algún cielo, ¡que pueda ver un poco la asunción de
mi amiguito!»
¡Vaya una pareja!
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ARTHUR RIMBAUD |
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