Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y
simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación
algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a
quien debía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto,
se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo
cual sentía extremadamente.
-Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene
horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en
que V. le ponga una cama en el gabinete... Pero cuidado... ¡sin
ejemplar!...
-Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo
hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que es
una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.
Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid
no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los
compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se
acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más
temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de
hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o
moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo
venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para
gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de
que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta
años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado
bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con
su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados
y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con
preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturrear al tiempo de
lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba
con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y
pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor
acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos; me parece
que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía la
letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la
supiera. Empezaba siempre:
Il sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que
decían:
La dolce memoria
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.
-¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta a
V. Los Puritanos.
-Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier
cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura hay
en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es música. ¡Parece
mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que sólo sirve
para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas las óperas de
Bellini: El Pirata,Sonámbula, I Capuletti e di
Montechi; pero sobre todas ellas Los Puritanos... Tengo
además razones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadió
bajando la voz.
-¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndome
los calcetines: vengan esas razones.
-Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó
ruborizándose un poco.
-Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo
remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de
que V. me habló ayer.
-¡Al fin poeta!
-No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
-Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, se
lo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tontería que
no merece la pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se está helando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del
Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de consumos.
Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía siete cumplidos
que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no tengo
motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar a
esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces
situada en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le
advierta, que me complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como
ustedes dicen ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi
pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de
conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No
es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en
este Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer
algunas visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba
caminando lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la
noche, o sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarro
habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que me
hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado y el
cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a mis pies
fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis
adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no
comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se hubiese
arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues jamás había
hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna casa me la
hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso,
suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce años.
Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mi
furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía determinado,
le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formación de esta sonrisa
haya intervenido más o menos directamente la belleza nada vulgar del
criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir
otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor
seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las amables
disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto la muñeca seguía en
el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo alguno sorpresa, pesar,
terror, ni siquiera vergüenza de su situación poco decorosa. Me apresuré a
levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo, por una pierna, y me informé
minuciosamente de si había padecido alguna fractura u otra herida grave. No
tenía más que leves contusiones. Alcela en alto y la mostré a su dueño
haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más dilaciones
entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla...
Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño,
gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las
cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada. Quise hablar, para
dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñeca
conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión
de conocer una niña tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue
posible. La chica murmuró confusamente un "muchas gracias", y se
apresuró a cerrar la puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el
mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza hacia
el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña asomada,
y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta vez
contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado que
era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí la necesidad
imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibir cierta
vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado, me
autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal
criaturita. Ya no estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla me dije, y pián pianito, comencé a pasear
la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un cadete
de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce -me iba repitiendo a
cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir paseando-. Además,
yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar por un lado que por
otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón
apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de
sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y se ocultó
de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de
estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera que la
niña había estado presenciando, sin perder uno solo, todos mis movimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a
casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o premeditación,
aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el mismo sitio a la
misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces sobre la barandilla del
balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo distinguirme, y se
retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como V. puede suponer,
esto lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado en la
esquina de la primer bocacalle, en contemplación estática. No pasaron
cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al
momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a
retirarse, asomose al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó
de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen
rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces
se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado
por lo que a mí respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros
proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el
enemigo. Éste a la media hora oyó sin duda en la sala el toque de
"alto el fuego", y se retiró cerrando el balcón. No necesitaré
decirle, que por más que me sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí
dando vueltas a la misma hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez
más intenso y animado. A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una
hoja de la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta V.
muchísimo. Envolví dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de
no pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé al
balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una bolita de papel
que me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en una letra inglesa,
crecida, hecha con mucho cuidado y el papel rayado para no torcer: Tan
bien ustez me gusta a mí no crea que juego con muñecas era de mi ermanita.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación
dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al recordar
que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel día mi
chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su condescendencia;
pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al combate de miradas,
señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas partes. Una hora o más
duraba todas las tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba
apresuradamente. La pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que
sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir
en compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos.
Seguiles al Retiro, aunque a respetable distancia, porque me hubiera
causado mucha vergüenza el que la mamá se enterase de que la chiquilla, con
menos prudencia, volvía a cada instante la cabeza y me dirigía sonrisas,
que me tenían en continuo sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo
esto, yo no sabía cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la
pregunta en otra hoja de la cartera: ¿Cómo se llama V.? La
chica contestó en la misma letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me
llamo Teresa no crea ustez por Dios que juego con muñecas.
Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía
cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en el
curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto a la
mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía hablar con ella, y
siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá llegaba a
saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba enamorando y esto
me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin sentir profunda
melancolía como si personificase mi juventud, mis ensueños de oro, todas
mis ilusiones, que para siempre estaban separados de mí por barrera
infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería
el dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por
la corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya, participándome
que tenía a mi hijo menor un poco indispuesto, y rogándome que procurase
arreglar los negocios y volviese pronto a casa. La noticia me produjo el
disgusto que V. puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos: y
como si aquello fuese castigo providencial o por lo menos advertencia
saludable, después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara
sin piedad, mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y
resolví obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este
propósito, lo primero que se me ocurrió fue no acordarme más de Teresa, ni
pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después,
abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a
los cinco o seis días.
Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después
de almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por
la noche, después de comer, como no había peligro de ver a Teresa, la
cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.
Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, o si me
acordaba era de un modo vago, como la memoria de los días risueños de la
juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado con la
elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o el
sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome a la
calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo
cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis
colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la
causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las
Infantas. La noche era espléndida y bastante templada; llevaba abierto el
gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad de la temperatura,
del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi familia. Al pasar por
delante de la casa de la niña me detuve y la contemplé un instante casi con
indiferencia. Y seguí adelante murmurando: "¡Qué chiquilla tan mona!
¡Lástima será que se la lleve un tunante!" Después me puse a
reflexionar en lo fácil que me hubiera sido jugar una mala pasada al
alcalde y alzarme con el cargo; pero no; hubiera sido una felonía. Por más
que fuese un poco díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba
para ser alcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y
planes políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de la
calle, he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que me
dice:
-¿Va V. muy lejos?
-¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola
estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.
-¿Pero dónde va V. a estas horas?
-Me voy con V. -contestó alzando la cabeza y sonriendo como si dijese
la cosa más natural del mundo.
-¿A dónde?
-¡Qué sé yo! Donde V. quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.
-¿Ha huido V. de su casa?
-¡Qué había de huir!... solamente se la he jugado a Manuel, del modo
más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la tertulia
de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá mandó a Manuel
que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le dije: márchate, que
ya no haces falta; y me hice como que subía la escalera, pero en seguida di
la vuelta sin llamar y me vine detrás de él hasta casa... ¡Cuando le vi
entrar me dio una risa, que por poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me
obligó a hacer lo mismo.
-¿Y V. por qué ha hecho eso? -le pregunté con la falta de delicadeza,
mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistos los
caballeros.
-Por nada -repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echando
a correr.
La seguí y la alcancé pronto.
-¡Qué polvorilla es V.! -le dije echándolo a broma-. ¡Vaya un modo de
despedirse!... Perdón si la he ofendido...
La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen
pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir o en
lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo
rompió, preguntándome resueltamente:
-¿No me dijo V. por carta que me quería?
-¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!
-¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle
de día?
-Porque temía que su mamá...
-Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les
quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V. al balcón
todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la noche
detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin mirar
siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por qué se
habrá enfado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres menos cuarto? En
fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en limpio... Entonces
dije: voy a darle un susto esta noche...
-Ha sido un susto muy agradable.
-Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los
balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de
pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme fijamente.
-¿Está V. contento?
-¡Vaya!
-¿Va V. a gusto conmigo?
-Mejor que con nadie en el mundo.
-¿No le estorbo?
-Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.
-¿No tiene V. nada que hacer ahora?
-Absolutamente nada.
-Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa y
mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le estorbo o
no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en seguida...
Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano
para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa
volubilidad.
-Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le
dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si V.
viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió V. conmigo?
-¡Toma! porque me gustó V. mucho.
-Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque si no la verdad
es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V. subió a
llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la puerta...
¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo y la partí un
brazo.
-Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como
un recuerdo.
-¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos
hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...
-¿Cómo otro?
-Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en
que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es feo... al
contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le
dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.
Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente
por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o conocido
de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba cogida a mi
brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar, riendo, sacudiéndome
a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor delante de un escaparate,
para hacerme mirar cualquier chuchería. Su charla era un gorjeo dulce,
insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se
fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por
mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores;
me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba
extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio. Su
inocencia era un velo espeso, que nos impedía ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía
más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un alto
empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter y
costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la hermanita
era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos insufribles; todo
el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su mamá le había dado
jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de
ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se
arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy
bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los
chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las
niñas. Habló después de las primas de la calle de Fuencarral; una era muy
bonita, la otra graciosa solamente: las dos tenían novio, pero no valían
cuatro cuartos: chiquillos que todavía estudiaban en el Instituto. Tenían,
además, un hermano, que era el primo que había sido su novio; éste ya era
bachiller y se estaba preparando para entrar en el colegio de Artillería.
De vez en cuando, en los cortos intervalos de silencio levantaba
graciosamente la cabeza, preguntándome:
-¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?
Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro
expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba gozando
como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de aquella niña,
que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida, parecía infundir
en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin embargo, no podía desechar
cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría. Buscando manera de pasar las
horas de que disponíamos más dignamente que vagando por las calles,
tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el Teatro Real. Al
instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa la aceptó inmediatamente,
y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso. Se
cantaba Los Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de suerte que
nos costó algún trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones; pero
al cabo llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los
trabajos que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y
palabras amables. Mientras subían el telón seguimos charlando, aunque muy
bajito: se había establecido entre nosotros una gran intimidad, y me
abandonó una de sus manos que yo acariciaba embelesado. Cuando empezó la
ópera dejó de charlar y se puso a atender tan decididamente, que a mí me
hizo sonreír el verla con la cabecita apoyada en la pared y los ojos
estáticos. Sabía música, pero había ido al teatro pocas veces; así que las
melodías inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión,
que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando
llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara, me
apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo:
-¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!
Después me hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el
matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras
al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando
al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y
dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era una
conducta indigna.
-Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina
quien se lo pedía.
-No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo
primero siempre es la novia.
No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después
que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle mi
vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido más,
etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de
patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que
todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había
excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer.
-Usted será lo mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a
un punto del espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y después... si te
vi, no me acuerdo.
¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo
pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le pregunté:
-¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.
-Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la
verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?
-¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.
-¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos
que pocos!
En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de
aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella
siguiese con el V. No quise conformarme.
-Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza...
Pero, en fin, vamos a ensayar.
Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla
infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis: si
se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando como
sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos
no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los suyos
para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no
obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su
fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio.
Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la cándida
frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil
cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso
movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos
instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví a cogerla
disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.
El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el
reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida, porque
a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta
aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no había
en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo, seguimos
las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes. Entonces
me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil requiebros y
ternezas, explicándola por menudo el amor que me había inspirado y lo que
había sufrido en los días en que no pasé por su calle: recordele todos los
pormenores, hasta los más insignificantes, de nuestro conocimiento visual y
epistolar, y le di cuenta de los vestidos que le había visto y de los
adornos, a fin de que comprendiese la profunda impresión que me había
causado. Nada replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada,
formando su actitud notable contraste con la que tenía tres horas antes al
pasar por los mismos sitios. Cuando me detuve un instante a respirar,
exclamó sin mirarme:
-Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque
llegaríamos demasiado temprano.
-De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala.
Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo: ¿No es verdad que una niña bien
educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis primas,
que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no piense V...,
por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy aturdida... todo
el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen fondo.
Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la
garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho trabajo
calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y sencillo y
su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre. Me hizo jurar
una docena de veces que no pensaba nada malo de ella. Después de secarse
las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar por los codos. Me
expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a cual más absurdo: según
ella, debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al papá su
mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía replicarle
inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era
demasiado pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía, hermana de
su mamá, que estaba jugando a las muñecas cuando la avisaron para ir a
casarse. ¿Que había de oponer a este poderoso argumento? Nada seguramente.
Nos casaríamos, y acto continuo nos iríamos a Jerez, para que conociese a
sus amigas y a sus tíos. ¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de
un caballero, y mucho más, cuando supieran que este caballero era su
marido!
Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con
vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún hombre
la había besado hasta entonces; solamente su primo la había dado un beso a
traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de limón sobre
la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran las manos
delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero cuando
estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los besos que se
me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con tanto ardor como
ahora.
Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía
de las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y la
obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían
guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos momentos
felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos
fatuos, los faroles de los serenos.
Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme
jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos en
punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.
-Cuidado que no faltes.
-No faltaré, preciosa.
-¿A las dos en punto?
-A las dos en punto.
-Llama ahora con un golpe a la puerta.
Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos
del portero.
-Ahora -dijo en voz bajita y temblorosa- dame un beso y escápate de
prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé
entre las manos y la apliqué un beso... dos... tres... cuatro... todos los
que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.
Dejó de hablar D. Ramón.
-¿Y después, qué sucedió? -le pregunté con vivo interés.
-Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día
siguiente tomé el tren para mi pueblo.
-¿Sin ver a Teresa?
-Sin ver a Teresa.
FIN
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